Por: Carolina Cázares | Fotografía: Cortesía
Susana Casillas nació en Guadalajara en 1993 y, desde entonces, el arte ha sido la luz que emana desde su cuerpo hacia el lienzo para plasmar la dualidad de la vida terrenal con la espiritual.
Qué tiene de especial acumular rostros de acuarela, óleo y acrílico y, después, sentarte en medio de caras, ojos y bocas; pasados unos minutos, tal vez horas, vives y mueres en el arte. Todo se disuelve, se quema y se transforma en cenizas multicolor.
Hay una cita formidable del pintor y escultor francés George Braque que dice: “El arte es una herida convertida en luz”. Yo no sé mucho de arte, pero cuando estoy frente a las pinturas de Susana Casillas, me invade la sensación de que estoy frente a un caleidoscopio que, en lugar de reproducir más de ocho imágenes diferentes, soy yo la que me enfrento con distintas versiones de mi alma. Las obras de Susana son, en metáfora, una herida que proyecta luz en medio de una habitación oscura.
Susana Casillas nació en Guadalajara en 1993 y, desde entonces, el arte ha sido la luz que emana desde su cuerpo hacia el lienzo para plasmar la dualidad de la vida terrenal con la espiritual. Basta ver ‘El despertar’, ‘Suplica del círculo vicioso’ o ‘Sólo es placer’ para percibir a través de colores fríos la sensualidad, melancolía y felicidad. En los destellos cálidos se encuentra la libertad, intuición y amor explosivo.
Susana Casillas aborda el proceso de creación pictórica de manera autodidacta, sin formación académica en el mundo del arte. Las crayolas y el carboncillo fueron sus primeros instrumentos para dibujar los sueños que tenía de niña, ella utilizó el papel, la madera y el suelo. Su principal motor (su abuelita) fue quien la impulsó para que no renunciara a su mayor pasión: pintar metáforas basadas en fragmentos de lo cotidiano.
“Me gustaría que mis cuadros se vieran como si un ser humano hubiera pasado por ellos, como un caracol dejando un rastro de la presencia humana y de la memoria del pasado, igual que el caracol va dejando su baba”, decía el pintor irlandés Francis Bacon. Los cuadros de Susana tienen el rastro de que nadie olvida nada. Del paso de lo efímero a la eternidad para encontrar el significado de la vida.
“La dualidad es algo que siempre estará presente en mis obras, por ello hay dobles rostros que hablan del misticismo del autor y del espectador. Trato de que quien se acerque a mi obra por medio del discurso visual sepa salir de sí mismo, que aparte sus cinco sentidos, que se vacíe de sí y se entregue a otros en la pureza del amor”, refiere Susana.
Y cuando habla, puedes imaginarla tomando el carboncillo y sentarse frente a un lienzo en blanco, con su paleta de colores reinventada. Después del boceto, el pincel que hace un ruido suave sobre la tela seduce. Después de la seducción, el retroceso para plasmar la perfección de un rostro, de unos ojos, de una boca, de las manos que conquistan. La pintora se mezcla con la pintura y se funde en la tela, crea manchas metamórficas de creación, vida, espíritu y alma.