Por: Pedro Mena Bermúdez | Fotografía: Diego Torres

Ramsés Ruiz tiene la capacidad de moldear figuras que atrapan e hipnotizan al más exigente de los críticos de arte, pero también al llamado “ciudadano de a pie”, ese ser acostumbrado a un mundo ordinario y sin ninguna sorpresa. Lo comento no por mera retórica de articulista, sino por el permiso que me concede la experiencia. He visto a esos críticos, de México y otras partes del mundo, sobresaltarse de gusto y admiración por el trabajo escultórico de Ramsés. Las críticas de arte celebran, con un aluvión de elogios, cada pieza de este maestro de las formas y volúmenes. Y he observado, tras bambalinas, como los ajenos al arte, sobre todo al escultórico, quedan atónitos y perplejos
de cara a, por ejemplo, ese mítico y laureado Ejército de terracota creado a partir de más de un millar de minúsculos robots.

Es difícil que un artista, sea cual sea su especialidad, genere consensos tan apabullantes, en términos de gusto y gozo, para públicos de sobra dispares y diversos. Esto ya sugiere una maestría, no sólo de mote o ardid publicitario, en el modelaje de materiales diversos, sino también en el tratamiento temático de cada pieza. Cada obra de Ramsés Ruiz plantea una serie de símbolos y gestos que el espectador descifra por vías muchas veces ajenas a lo lingüístico. Con esto quiero decir que la potencia de su obra nos deja mudos, sin palabras.

Decía Nicolás Gómez Dávila, en sus Escolios a un texto implícito, que: El que no se mueve entre obras de arte como entre animales peligrosos no sabe entre qué se mueve. Y este comentario lapidario y violento calza con lo que suele producir Ramsés Ruiz en sus exposiciones, sean individuales o colectivas. Hay un inminente peligro en cada pieza escultórica, una permanente alerta de cautela y prudencia dado que merodearla y contemplarla supone un riesgo: ser transportados a una realidad nada ordinaria, quedar como presa de una feroz belleza y, ya se ha dicho, de marchar hacia un mutismo abrupto.

Con El Absoluto tiene piernas, Ramsés Ruiz vuelve a la carga de una escultura netamente figurativa y propensa al enigma, a lo metafísico. Su agudo sentido del tacto ha encontrado la forma de narrar algo que se escapa a las palabras, que las hace palidecer. De dónde viene, por qué ha decidido reposar sobre una bola de helado esa figura infantil. De quién se esconde, por qué ha velado su rostro y torso con una humilde frazada.

Esas y otras preguntas brotan al dar cara a El Absoluto tiene piernas. Conmueve y conmociona esta pequeña pieza a todo el que la observa con ojos de inocencia, de espera ante el relato de una odisea diaria. Y dan ganas de tocarla, de pasar las yemas de los dedos por sus cuidadas superficies, pero como ya se advirtió, se corre el riesgo de ser llevados a las cimas del silencio.